viernes, 22 de octubre de 2010

510



Su nombre es 510. Aún ahora, luego de siete años de encierro, reflexiona sobre lo sucedido aquella extraña noche. Nunca había sido un hombre violento. Ni siquiera había cometido alguna felonía. Pero esa noche estaba ebrio. Debió haber sido culpa del whisky, eso le dio el impulso para hacerlo.
Se recuerda a sí mismo trastabillando por callejuelas solitarias y peligrosas. Había perdido el rumbo. Simplemente vagaba bajo la luz de la luna. En su camino hacia la nada, divisó a una mujer de gran talla, asiendo fuertemente a un niño que intentaba escapar de ella.
El hombre se mantuvo a unos cincuenta metros, escondido entre unos cubos de basura, observando la escena con atención. El niño era de contextura pequeña, pálido y delgado, probablemente de unos 6 años. Gritaba y sacudía su pequeño cuerpo, pero la mujer parecía endemoniada; le gritaba obscenidades y le daba fuertes bofetadas. Podría tratarse de una madre enfurecida con su hijo... ¿Pero qué hacían peleando en las oscuras y turbias calles a esas horas? ¿Cuál habría sido la travesura del pequeño? Éste se sacudía y pegaba algunas patadas, intentando defenderse. Luego mordió el brazo de la gorda y pareció liberarse por un instante. Pero cuando estaba a punto de huir, la mujer lo asió del pelo y le golpeó en la espalda con el peso de sus cien kilos. El niño cayó al piso y se dio el rostro de lleno contra la acera. Intentó reincorporarse, con la nariz sangrante y algunos rasguños en el cuerpo. Pero la mujer pronto estuvo de nuevo sobre él, golpeándolo salvajemente en el rostro, esta vez, con los puños cerrados. Seguía gritándole obscenidades y maltratándolo física y emocionalmente.
El hombre decidió salir de su escondite para ver la escena de más cerca.
Ciertamente, se trataba de un barrio duro y pobre ¿Pero por qué no había nadie intentando resolver aquel conflicto? ¿Acaso los vecinos no suelen despertarse ante este tipo de disturbios? ¿Y dónde estaba la policía?
Llegó a unos diez metros y descubrió una terrible verdad.
La gorda era un travestido. No la madre del pequeño, evidentemente.
La golpiza se tornaba cada vez más violenta, el niño ya había bajado la guardia y permanecía semi inconsciente, boca arriba, con el rostro ensangrentado. 
El travestido empezó a golpearle la cabeza contra el suelo.
Esto ya era demasiado. El espectador era un borracho inofensivo, tranquilo y solitario, no solía meterse en problemas ni peleas. Pero en esta ocasión fue hacia el agresor con decisión; sus antes pasivos ojos se enardecieron de ira y violencia. El ebrio aceleró los pasos, inducido por una rápida descarga de adrenalina; se colocó frente al enemigo, aguardando que su presencia lo intimidara, intentando así poner fin al abuso que estaba teniendo lugar. Pero eso no fue lo que ocurrió. El agresor se levantó, dejó al maltrecho niño tirado en el suelo por un momento y empujó al intruso con fuerza. Este cayó al suelo con facilidad. El travestido lanzaba todo tipo de insultos, humillando al niño y haciendo alarde de sus proezas sexuales. Pronto estuvo de nuevo sobre él, dándole puñetazos en pleno rostro. El borracho se incorporó rápidamente, agarró una botella de whisky vacía que encontró a unos centímetros y golpeó al pedófilo en la cabeza. La botella no se quebró, pero al abusador se le abrió un tajo de tamaño considerable en la parte de atrás del cráneo.
En vez de frenarlo, esto pareció enfurecerlo más. Fue hacia el héroe como una fiera y le incrustó una patada en el estómago. El hombre cayó de rodillas. Luego el pervertido sacó una navaja e intentó cortarlo. Pero milagrosamente, para bien o para mal, la navaja se resbaló y quedó al alcance del ebrio, quien tomó el arma con decisión y la incrustó en el cuello del atacante. El monstruo se desplomó; un manantial de sangre brotaba de su cuello. De inmediato, el hombre fue a socorrer al niño. Pero para su sorpresa, éste había desaparecido. Debió haberse recuperado lo suficiente como para huir durante el transcurso de la pelea. No pudo encontrarlo por ninguna parte. Sujetando la navaja con fuerza, caminaba junto al cuerpo sin vida del depravado.
Pronto apareció otro travestido; al observar la escena, salió corriendo despavorido. El asesino se sentó en el asfalto, rendido por el agotamiento y el alcohol. La navaja yacía junto a él. A unos metros estaba el cuerpo inerte de su víctima. A los cinco minutos el travestido que había huido regresó con una patrulla. El ebrio se incorporó tambaleante y aliviado, ahora podría aclarar la situación. Pero el travestido dio una versión distorsionada del acontecimiento, haciendo quedar al héroe como a un cruel asesino sádico y siniestro. Los policías lo arrestaron, leyéndole sus derechos. El travestido afirmaba que el hombre había asesinado a su colega porque no habían llegado a un acuerdo económico y el asesino quería tener relaciones a toda costa. El ebrio intentó explicar lo acontecido con el niño, pero no le sirvió de nada, ya que no pudo probar siquiera su existencia. Fue arrestado y luego condenado.
Todas las noches, en su triste celda, reflexiona sobre el acontecimiento que acabó por arruinar su ya desperdiciada existencia. Nunca lo comprendería.
Antes solía llamarse Jim. Ahora su nombre es 510.

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