Antes, cuando se sentía triste y vulnerable, le gustaba aferrarse a las piernas de su mujer y llorar sobre sus muslos como un niño. Ahora ella lo había abandonado debido a su errático comportamiento.
Hundido en la depresión, desesperado y con nada que perder, la llamaba por teléfono varias veces a la semana, con el corazón palpitando de esperanza, esperando que ella aceptara regresar con él. Pero las conversaciones terminaban de forma abrupta; luego de unas palabras intrascendentes y frías, ella cortaba y volvía a lo que fuera que estuviera haciendo. Entonces él se sentía peor que antes de llamarla. Por ello se prometió a sí mismo no volver a buscarla de nuevo. Pero nunca pudo llevar a cabo su decisión. Llamó unas cuantas veces más hasta que perdió el impulso para continuar con el asunto.
Se encerraba durante horas en el armario, sumido en un peligroso estado depresivo. No asistía al trabajo desde hacía varios días. Había llamado a su jefe aludiendo que sufría de hepatitis.
Cuando salía del armario, nada se había resuelto. En realidad, no existía problema real por resolver ¿Pero qué problema podría ser más real que un oscuro estado emocional producido por la mente de uno mismo? La vieja historia de siempre. Conflicto aburrido y sin solución ¿Para qué continuar hablando de ello?.
Luego de una semana de encierro y abandono total, decidió salir a la calle. Mala decisión. Salir a la calle siempre es una mala decisión.
El mundo externo lo aplastaba con un martillo gigante.
Trastabillando, paranoico y deprimido, llegó a una plaza y se sentó en un banco. Miraba el vacío y dejaba que el tiempo pasase. Nunca podría recuperar el tiempo perdido. En un banco de enfrente, divisó a un vagabundo andrajoso de mirada penetrante. El mendigo jugueteaba con una pequeña caja negra. Este personaje llamó su atención de inmediato. Sintió una suerte de conexión espiritual con el miserable. Ambos se hallaban más o me nos en las mismas. Al menos, eso es lo que creía. Empezaron a conversar de manera espontánea. El extraño hombre de la caja parecía estar completamente loco; pasaba de un tema a otro en cuestión de segundos, no lograba expresar una idea coherente y hablaba sobre delirios inexplicables. Súbitamente, el vagabundo se incorporó, le entregó la caja y salió corriendo del lugar.
Él permaneció en el banco, observando la caja durante media hora. Acariciaba su textura y la sacudía levemente para intentar descifrar lo que podría llevar por dentro. Pero la caja daba la sensación de estar vacía. No emitía sonido alguno y era exageradamente liviana.
Decidió abrirla. Al hacerlo, un poderoso rayo de luz escarlata salió disparado de esta y penetró en su frente. Quedó ciego y aturdido durante unos segundos, luego abrió los ojos y se encontró con que el mundo estaba completamente cambiado. La plaza aparecía poblada de horribles seres demoníacos que se descuartizaban unos a otros y hacían pedazos a los humanos que alcanzaban.
Los monstruos lucían como una mezcla de reptiles y dragones, medían aproximadamente un metro noventa de estatura, tenían poderosas fauces, alas negras y una larga cola escamosa. Eran de color escarlata y andaban en dos patas provistas de temibles garras ¿Se trataba de los demonios de los que había oído hablar tantas veces? ¿Venían a buscarlo? ¿Estaban tomando el mundo?
Se levantó del banco en un horrible estado de conmoción. Enloquecido y acosado por las más horripilantes visiones, arrojó la caja y echó a correr, ya que una de las temibles criaturas se dirigía hacia él con intenciones de cazarlo. El monstruo despegó vuelo con sus alas demoníacas y aterrizó frente a él, obstruyéndole el paso. Lo descuartizó en cuestión de segundos.
Después de su desaparición física, la plaza y el mundo habían recuperado el aspecto que siempre habían tenido antes de que aquel misterioso rayo penetrara en su cerebro.
Él había desaparecido del mundo, devorado por un demonio.
La caja negra yacía a unos metros del banco donde había estado sentado hace un instante. Permanecía cerrada y resplandecía amenazante bajo la luz del crepúsculo.
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