«Sabía que no quería seguir tomando droga. Pero al llegar el proceso efectivo de dejarla, no tenía fuerzas suficientes. Eso me producía un sentimiento de desesperación terrible, veía como fracasaban todos los planes que me imponía, como si no tuviera control verdadero de mis actos» WILLIAM S. BURROUGHS
Rostharek era un cobarde. No había dudas al respecto. Pero padecía de un extraño tipo de cobardía. Podía desafiar a tres tipos a pelear al mismo tiempo, y, por otro lado, no era capaz de enfrentar una simple entrevista laboral. La idea de conducir un auto lo horrorizaba. Padecía de agorafobia, fobia social y hostilidad extrema. Un terror existencial lo carcomía. La cobardía lo llevó a encerrarse cada vez más en sí mismo. Su vida social era nula. No trabajaba ni realizaba ninguna actividad útil. Convertido en un joven extremadamente triste y vulnerable, se había negado el derecho a vivir dignamente. Acosado por terribles depresiones, se martirizaba en un círculo vicioso de autocompasión.
Pero fue la realidad cotidiana quien le atestó el golpe de muerte. Le recordó que necesitaba vestirse, comer y tener un techo donde dormir.
En su adolescencia, sus padres lo habían llevado a consultar con varios psiquiatras, preocupados por su errático comportamiento. En ese período crucial de su vida, descubrió las drogas. Antidepresivos, ansiolíticos y demás. Aprendió que con las dosis adecuadas podía vencer su temor existencial. Así mejoró su calidad de vida por un tiempo.
La cosa se vino abajo cuando rompió relaciones con sus padres debido a una gran pelea familiar. A partir de entonces ya no tendría quien le pagase el tratamiento ni las drogas de las que dependía para vivir. Y como no podía quedarse de brazos cruzados, fue internándose poco a poco en la cultura de las drogas callejeras. Empezó a consumir anfetaminas, cocaína y grandes cantidades de alcohol. Manipulaba con facilidad a sus amigos: marginales, bohemios, criminales y artistas atormentados. Era apreciado por todos y tenía cierto encanto personal que utilizaba para ganar terreno en todas partes.
Los vagos le invitaban las abundantes drogas que poseían. Pero el problema era que no podría aprovecharse de ellos de por vida. Además, hacía grandes esfuerzos a la hora de tener que convivir con sus proveedores, ya que casi todos eran imbéciles que se volvían insoportables cuando estaban drogados. Entonces empezó a realizar pequeñas ventas por su cuenta. Se pegó al dealer del grupo y aprendió todos los gajes del oficio. Al poco tiempo estaba vendiendo por todas partes. Gastaba el dinero que ganaba en comprar sus propias drogas, las que necesitaba para sobrevivir en el mundo real.
Rostharek se consiguió una novia adicta a la cocaína. Ambos decidieron empezar a cuidar el dinero que tenían para seguir un tratamiento con un médico experto en adicciones. A esta altura, se había vuelto impotente a causa del exceso de antidepresivos, cocaína, anfetaminas y todo lo que se metía. Esto afectaba su relación con la chica, quien también había perdido interés por el sexo debido a la coca. A menudo sufría de anorgasmia y frigidez.
El sueño estaba allí... Ambos se desintoxicarían y vivirían felices para siempre. El problema era que para lidiar con el mundo del trabajo cotidiano era necesario estar drogado. No había otra manera. Si quería trabajar, no podría desintoxicarse. Y si no trabajaba, nunca llegaría a desintoxicarse ni a vivir con la chica. Estaba atrapado en un círculo vicioso difícil de romper.
La presión de la situación lo mantenía bajo un estrés constante.
Engulló más duro que nunca y perdió el control para siempre.
Rostharek nunca pudo dejar las drogas. Su corta vida fue un infierno hasta el final.
El gran engullidor
En un lluvioso día de otoño,
ingirió una anfetamina y se sentó a esperar
que surtiera efecto.
Al sentirse un poco mejor,
se vistió y salió a enfrentar al mundo.
Me hace recordar de una persona que comparte mi cuerpo
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